Fernando Marías prologa a Tatiana Goransky

Tatiana Goransky publica ¿Quién mató a la Cantante de Jazz? (Cazador de Ratas), y Fernando Marías prologa el libro. Una novela en la que aparece ella, la cantante, muerta; y en la un extrompetista, que no se conforma, lucha por averiguar quién lo hizo, y cómo. Una obra que es una novela de intriga, claro, pero también una novela de jazz; avalada por Fernando Marías y William C. Gordon, se apoya en las ilustraciones del dibujante gaditano Francisco José Asencio.

Tatiana Goransky comenzó redactando reseñas de películas pornográficas y libros eróticos. Escribió la columna Séxodo (2000/2013) y colaboró con las revistas El Interpretador, Los Noveles, Lugares, El Planeta Urbano, Bacanal, Gabo, Contraseñas, Aerolíneas Argentinas, BA Mag, Agasex España y Suite. Ha publicado las novelas Lulúpe María T (Símurg, 2005), ¿Quién mató a la Cantante de Jazz? (Tantalia, 2008; ahora en España con Cazador de ratas), Don del agua (Gárgola, 2010) y Ball Boy (Milena Caserola, El Octavo Loco 2013).

La autora de ¿Quién mató a la Cantante de Jazz? participará en BCNegra, del 1 al 8 de febrero, y el 11 de febrero tomará Madrid: el 11 de febrero, Tatiana Goransky presentará su novela en la librería Estudio en Escarlata, a las 19.30h, y a las 21.30h se celebrará una fiesta de la novela en La Huelga (Lavapiés). Te dejamos, mientras tanto, con Yo no maté a la Cantante de jazz, el prólogo de Fernando Marías a la novela de Tatiana Goransky.

 

 

Yo no maté a la Cantante de jazz. Lo juro.

Es cierto que una vez, una sola vez, la vi en persona, en Madrid, cantando sobre el escenario de Diablos Azules, y también que luego, tras su actuación, pude acercarme a ella para decirle una arrebatada frase de felicitación a la que, por cierto, correspondió con una sonrisa apagada que pareció sincera. En el escenario era poderosa y cristalina, pero fuera de él parecía presa de una incertidumbre intransferible. Una voz de plata abriéndose paso a machetazos en las ciudades de la noche. No sé si el día de Diablos Azules fue antes o después del accidente, no sé si su pierna era ya postiza. Si lo era, no mitigaba en absoluto la tierna luz sexual de su persona.

Yo no maté a la Cantante de jazz. Lo juro y lo juraré cuanto haga falta.

Pero esto no es una confesión, tan solo un lamento, la expresión del dolor melancólico, inocente de toda culpa, que se encendió en mí tras la lectura de esta crónica de la muerte de la Cantante, que Tatiana Goransky ha escrito y titulado, precisamente, ¿Quién mató a la Cantante de jazz?

Hasta entonces yo me había limitado a soñar con la Cantante, a fantasear entre los cálidos laberintos presagiados por aquella sonrisa infinitesimal que quiso dedicarme. Pero al conocer su cruel muerte he sentido un vacío insólito, inmenso como el océano que hasta aquella sonrisa nos había mantenido desde siempre separados y volvería a separarnos, ya sin retorno, después de que se apagase en sus labios. ¿Será que, de forma tan inexplicable como desaforada, llegué a amarla en aquel instante crucial? Parece absurdo. Lo es. Entonces, ¿por qué el vasto vacío se expande dentro de mí?

Para aliviarlo he leído y releído una y otra vez las pesquisas de Martínez, el trompetista empeñado en descubrir, entre una lista de seis posibles asesinos, al verdugo de la Cantante. En las sucesivas relecturas, progresivamente desasosegadas, he sospechado o temido que él la amó con un amor idéntico al mío, lo que por momentos genera impulsos de solidaridad o resquemores de afrenta, y deduje que su búsqueda fue, como la mía, irracional y en cierto modo obsesiva, lo que nos hermana con solidez indescifrable, identificado él por la trompeta que le regaló Freddie Hubbard y yo por la añoranza del tiempo en que mi guitarra, hoy involuntariamente muda, era requerida en las mejores bandas. Por la hondura y antigüedad de nuestras respectivas soledades ambos podemos concluir que el libro de Goransky no es una novela policial, lo que acaso pensarán muchos, sino el retrato de una desesperanza. La Cantante, sugiere Goransky y supe yo, solo vivía cuando cantaba. El resto era terminal, lo fue siempre; el resto, todo el resto, era la Muerte que la cercaba, la Muerte que con sutil astucia, como si no le sobrara la impunidad, sembró las pistas para señalar a esos seis sospechosos, tan susceptibles de ser considerados culpables como inocentes. La Cantante, esta es la verdad, caminaba junto a la Muerte desde hacía tiempo. Y un día, simplemente, se fueron juntos, como amantes ávidos de futuro común. La Muerte nos la quitó. Fue el suyo un amor más absorbente e irrenunciable, fue ese el gran amor de su vida.

Envidio cada noche y cada amanecer a esos seis sospechosos y lo hago porque todos convivieron de un modo u otro con ella, todos la tuvieron cerca durante largos periodos… No, yo no maté a la Cantante de jazz, lo juro, pero me digo con rabia que lo habría dado todo por ser el séptimo sospechoso de su muerte, porque ello significaría que nuestro tiempo juntos se habría extendido mucho más allá del lapso mínimo que el destino quiso concedernos. La realidad insistió para que nuestro encuentro se viera reducido al recuerdo difuminado de una sonrisa lúgubre, y ahora soy un espectro del otro lado del mar, releyendo una y otra vez este libro para buscar entre sus páginas el eco de los tacones de la Cantante sobre las calles, el paseo de su mirada sobre las partituras antes de que los pulmones absorbieran aire y desatara su voz la magia, las señales evanescidas de que muy bien podría haber llegado a caminar junto a mí un minuto más, aunque fuera uno solo, su alma extraviada en el escenario sin fin.

¿Cómo se hace para dejar de amar a una mujer triste que ya no existe?

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