Godot sigue sin venir, de Miguel Albero

Una reseña de Anna María Iglesia   La Real Academia define un vademécum como un “libro de poco volumen y de fácil manejo para consulta inmediata de nociones o informaciones fundamentales” y es precisamente bajo el epígrafe de vademécum que Miguel Albero (Madrid, 1967) presenta Godot sigue sin venir. Vademécum de la espera (Páginas de espuma). El epígrafe, sin embargo, parece quedarse corto para el trabajo de Albero, que tiene más de ensayo que de libro de consulta. Y no lo decimos ni por cuestiones de volumen ni tampoco por el carácter complicado de la obra, pues si algo define el texto de Albero es su carácter ameno y absolutamente alejado de todo hermetismo, muy propio de determinado género ensayístico que encuentra en el envoltorio de la dificultad un supuesto, y subrayamos lo de supuesto, valor conceptual. El carácter ensayístico de Godot sigue sin venir se asienta más bien en la propuesta de lectura que su autor propone; en efecto, contradiciendo la definición de vademécum propuesta por la Real Academia, la obra de Albero no puede considerarse simplemente como un libro para “la consulta inmediata de nociones”, más bien se trata de un ejercicio de ensayo en torno al concepto de la espera y de un ejercicio de interrogación en torno a las implicaciones que tiene la espera a nivel ontológico y pragmático para el individuo. “Estamos condenados a esperar, la espera marca nuestras vidas, las de todos”, esta es la tesis que vertebra el trabajo de Albero quien repara –de ahí la idea de Godot sigue sin venir como libro de consulta- en diferentes acepciones del concepto de espera, desde el tedio o el hastío hasta la vertiente mitológica, a partir del mito de la Caja de Pandora, y la artístico-literaria, de Penélope a Godot de Samuel Beckett: “si la madre de la espera es Penélope, el padre es sin duda Godot, que es el ejemplo perfecto de la espera existencial. Lo increíble es que la obra siga representándose ahora que ya sabemos que no viene”. La consciencia de la inevitable ausencia de Godot -ya nadie lo espera, Godot, como el Dios muerto de Nietzsche, está irremediablemente ausente- permite a Albero plantear una de las cuestiones más relevantes de su ensayo: la inevitabilidad de la espera obliga a su asunción y a su aprendizaje. “No sé si sabemos o no esperar, lo que intento en el libro es dar algunas claves para combatir la espera”, apunta Albero, para quien “ahora estamos en una espera colectiva”, una espera que está desafortunadamente impregnada de esperanza: “el problema es este idioma nuestro, el único donde esperar de anhelar y esperar de aguardar utilizan el mismo verbo. Y así nos va, porque eso nos hace seres pasivos, esperamos esperando, en lugar de ir a por las cosas”. Albero parece proponer una necesaria separación, no filológica, pero sí conceptual, entre el concepto de espera y el de esperanza; en este sentido, Albero se distancia de Cesare Pavese, a quien él mismo menciona en el libro, puesto que si para el autor italiano “esperar es al menos una ocupación. Lo terrible es no esperar nada”, para el autor de Godot sigue sin venir, la esperanza adquiere un carácter mesiánico, incluso de vacuidad: “hay una espera que sí tiene que ver con la esperanza, es la espera esperanzada, y dentro de ella la amorosa, ahí Penélope, y también la utópica o la mesiánica”. Albero reniega de esta manera del carácter ilusorio que puede adoptar la espera en su simbiosis semántica con la esperanza en favor de una conciencia práctica, incluso pragmática, de la espera como elemento conformativo de la existencia. Vivir es esperar, nos dice el autor de Godot sigue sin venir, y, por tanto, desde una lectura heideggeriana del concepto del ser-para-la-muerte, “la muerte es la consumación de la espera, el final, porque con ella perdemos la vida y la consciencia y al no ser conscientes, dejamos de esperar”. La muerte anula la espera como también la anula la falta de consciencia: esperar implica ser consciente de la espera, porque, apunta Albero en abierta discrepancia con Sheweizer, “la espera solo es posible si uno es consciente de ella”. Ser consciente de la espera implica, así, ser consciente del sentido último de la existencia: de nada sirve apelar a sentidos mesiánicos y a esperanzas salvadoras, de lo que se trata es de un proceso de asunción y de concienciación. Negar la espera o enmascararla bajo la ilusión de una esperanza que debe llegar es negar la existencia en su propia pragmaticidad y, a la vez, es convertirse en seres pasivos, ilusos expectantes de un algo que no llegará. Miguel Albero apela al lector a aceptar el irremediable carácter de espera de la existencia, invitando a tomar conciencia de la existencia en su sentido ultimo y de la obligación, en tanto que sujetos activos, de no aferrarse a un futurible sentido mesiánico, sino de actuar desde una pragmática de la conciencia que no rehuye ni busca consuelo. Godot sigue sin llegar y nunca llegará. Lejos de aferrarnos a su posible llegada, debemos aceptar su ausencia, aprender que la espera, como el deseo lacaniano, lejos de encontrar su satisfacción, pues ésta implicaría su anulación, está condenado por definición a la continuidad hasta su consumación que es la consumación misma de la existencia.   Fotografía extraída de la web de Páginas de Espuma