Memoria por correspondencia, de Emma Reyes

En 1969, la pintora Emma Reyes envió a un amigo historiador, Germán Arciniegas, la primera de las veintitrés cartas en las que le revelaba las duras circunstancias en las que había transcurrido su infancia. Su amigo quedó conmocionado por los dolorosos recuerdos de la artista y decidió mostrarle los textos a Gabriel García Márquez, quien animó a Reyes a seguir escribiendo. La correspondencia se mantendría hasta 1997; durante ese tiempo Arciniegas había conseguido el permiso de Emma Reyes para publicar las cartas tras su muerte.

Ese libro, Memoria por correspondencia, se edita ahora en España de la mano de Libros del Asteroide, con un prólogo de Leila Guerriero. Con una escritura que brilla por su honestidad y por su alejamiento de lo pretencioso, Emma Reyes describe las adversidades que vivió durante su infancia en Colombia a comienzos del siglo XX, cuando fue abandonada junto a su hermana en un convento. Relata sin autocompasión, con inteligencia de adulta pero con ojos de niña, y logra transmitir al lector con exactitud aquello que sintió.

Emma Reyes nació en Bogotá (Colombia) en 1919, y murió en Burdeos (Francia) en 2003. Destacó como pintora y dibujante; se formó en París y trabajó en el estudio de Diego Rivera en México, y posteriormente en Italia. En 1960 se instalaría en Francia, donde vivió hasta su muerte.

 

 

Carta número 1

Mi querido Germán:

Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres noes lanzados por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres franceses que lo han repudiado.

Todavía las fricciones de la emoción que nos produjo la noticia curiosamente me trajo a la mente el recuerdo más lejano que guardo de mi infancia.

La casa en que vivíamos se componía de una sola y única pieza muy pequeña, sin ventanas y con una única puerta que daba a la calle. Esa pieza estaba situada en la Carrera Séptima de un barrio popular que se llama San Cristóbal en Bogotá. Enfrente a la casa pasaba el tranvía que paraba unos metros más adelante en una fábrica de cerveza que se llamaba Leona Pura y Leona Oscura. En esa pieza vivíamos mi hermana Helena, un niño que nunca supe su nombre, que lo llamábamos «Piojo», una señora que solo recuerdo como una enorme mata de pelo negro que la cubría completamente y que cuando lo llevaba suelto yo daba gritos de miedo y me escondía debajo de la única cama.

Nuestra vida se pasaba en la calle; todas las mañanas yo tenía que ir al muladar que estaba detrás de la fábrica para vaciar la bacinilla que habíamos usado todos durante la noche; era una enorme bacinilla blanca esmaltada pero del esmalte ya quedaba muy poco. No había día que la bacinilla no estuviera llena hasta el tope y los olores que salían de esa bacinilla eran tan nauseabundos que muchas veces yo vomitaba encima. En nuestra pieza no había ni luz eléctrica ni inodoro; nuestro único inodoro era esa bacinilla, ahí hacíamos lo chico y lo grande, lo líquido y lo sólido. Los viajes de la pieza al muladar con la bacinilla desbordante eran los momentos más amargos del día. Tenía que caminar casi sin respirar, con los ojos fijos sobre la caca, siguiendo su ritmo poseída del terror de derramarla antes de llegar, lo que me traía castigos terribles; la apretaba fuertemente con las dos manos como si llevara un objeto precioso. El peso también era enorme, superior a mis fuerzas. Como mi hermana era más grande, tenía que ir a la pila a traer el agua que necesitábamos para todo el día y el Piojo iba por el carbón y sacaba la ceniza, así que nunca me podían ayudar a llevar la bacinilla, porque ellos iban en otra dirección. Una vez que había vaciado la bacinilla en el muladar, venía el momento más feliz del día. Allí pasaban el día todos los chicos del barrio, jugaban, gritaban, rodaban por una montaña de greda, se insultaban, se peleaban, se revolcaban entre los charcos de barro y con las manos escarbaban toda la basura a la búsqueda de lo que llamábamos tesoros: latas de conservas para hacer música, zapatos viejos, pedazos de alambre, de caucho, palos, vestidos viejos; todo nos interesaba, era nuestra sala de juegos. Yo no podía jugar mucho porque era la más chiquita y los grandes no me querían; mi único amigo era el Cojo, a pesar de que también era más grande. El Cojo había perdido completamente un pie, se lo había cortado el tranvía un día que jugaba a poner las tapas de la cerveza Leona sobre los rieles del tranvía para que se las dejara planas como monedas. Él, como todos los otros, andaba sin zapatos y ayudándose con un palo y su único pie daba unos saltos extraordinarios; no había quien lo alcanzara cuando se ponía a correr.

El Cojo siempre me estaba esperando a la entrada del muladar, yo desocupaba la bacinilla, la limpiaba rápidamente con hierbas o papeles viejos, la escondía en un hueco, siempre el mismo, detrás de un eucalipto. Un día el Cojo no quería jugar porque tenía dolor de estómago y nos sentamos abajo del rodadero a mirar jugar a los otros. La greda estaba mojada y yo me puse a hacer un muñequito de greda. El Cojo tenía siempre el mismo y único pantalón, tres veces más grande que él y amarrado a la cintura con un lazo. En los bolsillos de ese pantalón escondía todo: piedras, trompos, cuerdas, bolas de cristal y un pedazo de cuchillo sin mango. Cuando yo terminé el muñeco de barro, él lo tomó, sacó su medio cuchillo y con la punta le hizo dos huecos en la cabeza que eran los ojos y otro más grande que era la boca. Pero cuando terminó me dijo:

—Ese muñeco es muy chiquito, vamos a hacerlo más grande.

Y lo hicimos más grande, siempre agregándole barro al chico.

Al día siguiente volvimos y el muñeco estaba tirado donde lo habíamos dejado y el Cojo dijo:

—Vamos a hacerlo más grande. —Y volvieron los otros y dijeron:

—Vamos a hacerlo más grande.

Alguno encontró una vieja tabla muy, muy grande y decidimos que haríamos crecer el muñeco hasta que fuera grande como la tabla y así, sobre la tabla, lo podríamos transportar y hacer procesiones. Por varios días agregamos y agregamos barro al muñeco hasta que fue grande como la tabla. Entonces decidimos darle un nombre, decidimos llamarlo el General Rebollo. No sé cómo ni por qué elegimos ese nombre, en todo caso el General Rebollo se convirtió en nuestro Dios; lo vestíamos con todo lo que encontrábamos en el basurero, se acabaron las carreras, las guerras, los saltos. Todos nuestros juegos eran solo alrededor del General Rebollo; el General Rebollo era naturalmente el personaje central de todas nuestras invenciones. Por días y días solo vivimos alrededor de su tabla, a veces lo hacíamos pasar por bueno, otras por malo, la mayor parte del tiempo era como un ser mágico y lleno de poder; así pasaron muchos días y muchos domingos, que para mí eran los peores días de la semana. Todos los domingos, a partir del mediodía y hasta la noche, me dejaban sola, encerrada con llave en nuestra única pieza; no tenía más luz que la que entraba por las grietas y el grande hueco de la chapa y pasaba horas con el ojo pegado al hueco para ver lo que pasaba en la calle y para consolarme del miedo. Regularmente, cuando la señora del cabello largo regresaba con Helena y el Piojo, me encontraban ya dormida contra la puerta, rendida de tanto haber mirado por el hueco y de tanto soñar con el General Rebollo.

Después de habernos inspirado mil y un juegos, el General Rebollo empezó a dejar de ser nuestro héroe, nuestras pequeñísimas imaginaciones no encontraban más inspiración en su presencia y los candidatos a jugar con él disminuían día a día. El General Rebollo empezaba a pasar largas horas de soledad, las decoraciones que lo cubrían ya no las renovaba nadie. Hasta que un día el Cojo, que seguía siendo el más fiel, se subió sobre un viejo cajón, dio tres golpes con su bastón improvisado y con una voz aguda y cortada por la emoción gritó:

—¡¡¡El General Rebollo se murió!!!

En esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte. Con las cabezas agachadas y los ojos llenos de lágrimas, nos fuimos acercando lentamente al General Rebollo.

—¡De rodillas! —gritó de nuevo el Cojo.

Todos nos arrodillamos, el llanto nos ahogaba, ninguno se atrevía a decir ni una palabra. El hijo del carbonero, que era grande, estaba siempre sentado en una piedra leyendo hojas de periódicos que sacaba del basurero.

Con el periódico en la mano se acercó al grupo y nos dijo:

—Chinos pendejos, si se les murió el General, pues entiérrenlo. —Y se fue.

Todos nos pusimos de pie y decidimos alzar la tabla con el General y enterrarlo en el basurero; pero todos nuestros esfuerzos fueron inútiles, no logramos ni mover la tabla. Resolvimos enterrarlo por pedazos, partimos cada pierna en tres pedazos, los brazos igualmente. El Cojo dijo que la cabeza había que enterrarla entera. Trajeron una vieja lata y depositamos la cabeza; entre cuatro, los más grandes, la transportaron primero. Todos desfilamos detrás, llorando como huérfanos. La misma ceremonia se repitió con cada uno de los pedazos de las piernas y de los brazos, quedaba solo el tronco, lo partimos en muchos pedacitos y nos pusimos a hacer muchas bolitas de barro y, cuando ya no quedaba nada del tronco del General Rebollo, decidimos jugar a la guerra con las bolas.

París, 28 de abril de 1969

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