Pâtisserie, por Luis Miguel Morales Peinado

Planté el pie derecho sobre la acera. Por casualidad, no por un instante de superstición. Después, el izquierdo. El cuerpo aún permanecía en el interior y comprendí que no era una postura cómoda; aparte, si en ese momento alguien se fijase en mí se podría llevar un buen susto, o quizá no, eran horas en las que si pasaba algún transeúnte lo más normal es que no reparase en esas piernas, o por el sueño que suele traer el madrugón, o por estar de retirada con unas copas de más. No sé por qué, pero me costó echar el cuerpo fuera, me quedé enganchado entre las páginas durante unos momentos que se me hicieron largos, muy largos, hasta que logré salir. Pude ver con mis propios ojos el escaparate de aquella tienda: Pâtisserie, así rezaban las letras biseladas sobre el cristal.

Dos, tres flexiones. Las rodillas parecían responder. Toqué con las puntas de los dedos de mi mano derecha, tras pasarla por detrás del cuello, la oreja izquierda. Hice crujir las cervicales con varios movimientos de cabeza, de un lado a otro. Perfecto, todo perfecto. Como siempre me lo había imaginado. Las yemas de mis dedos recorrieron la incipiente barba de mis mejillas mientras observaba el reflejo en aquel cristal. Los cruasanes y mi piel se confundían. Me agaché a recoger mi libro. Había quedado sobre el suelo, con la portada pegada a las baldosas. Lo abrí e intenté leer las primeras letras; no logré encontrar un sentido en ellas. No entendía nada, ni pude adivinar en qué idioma estaba escrito. Lo cerré y lo guardé en el bolsillo derecho de la gabardina, era amplio y cabía por completo. A lo lejos vi acercarse una pareja de jóvenes, un chico y una chica que, al llegar a mi lado, me miraron de soslayo. No dijeron nada y continuaron. Él con pantalón pirata y una camiseta y ella con una falda muy corta y un top. Volví a mirar hacia la luna donde se relejaba mi imagen: una gabardina azul marino de Gorotex, unos pantalones de pana gorda marrones y un gorro de lluvia también azul marino. La gabardina cerrada hasta el cuello. Bajé la vista por las estanterías repletas de apetitosos bollos y acabé el escaparate. Continué hasta contemplar mis zapatos, sucios y de un color oscuro que no pude distinguir. De invierno. Comencé a sentir un calor espantoso, me desabroché la botonadura y después descubrí mi cabeza; un ligero viento hizo que un escalofrío me recorriese el cuerpo. Me quité la gabardina y la doblé, no sin antes recoger de su bolsillo el libro, colocándola cuidadosamente sobre el suelo, pegada a la pared de debajo del escaparate. Apareció ante mis ojos, cubriendo mi pecho, una camisa de rayas anchas y negras de una tela que me pareció franela. Un coche pasó a toda velocidad a mi espalda, con el conductor tocando insistentemente el claxon y gritándome unas palabras que no alcancé a comprender. Ni el idioma. Me di media vuelta para verlo desaparecer calle arriba. Con el asfalto delante de mí decidí sentarme y apoyar la espalda sobre la pared. La coronilla topó con el cristal y ahí la dejé, pegada; observé una o dos estrellas que las farolas de la ciudad aún dejaban distinguir allá arriba.

Pasó el tiempo, las luces artificiales se apagaron. Seguía sentado. De vez en cuando echaba un vistazo al libro. Nada. No lograba entender nada. Sin pretenderlo había dejado el gorro boca arriba, sobre la gabardina. Una de las personas que imaginaba yo iba hacia su trabajo (cada vez se veía a más gente circular por la calle), me lanzó una moneda a su interior; no dije nada. Distinguí la luz del sol por encima de los tejados. Una ligera brisa movió mi flequillo. Unos metros más allá, en la misma acera donde me encontraba, la parada del autobús ya se había poblado y despoblado unas cuantas veces. Oí las conversaciones de espera, las entendí triviales, de comienzo del día, aunque tampoco supe el idioma que utilizaban. Me levanté. Pensé en subirme a uno, en preguntarle al conductor dónde iba, cuál era su destino. Lo hice. No supe qué me contestó; es posible que me dijese que no podía subir. Con un pie apoyado sobre el estribo le miré, bajé los ojos para encontrar el libro entre mis manos, lo abrí, ojeé. Nada. El conductor alzó la voz e hizo ademán de cerrar las puertas. Quité el pie. El autobús partió.

De nuevo sobre la acera, sentado. Acababan de abrir la tienda. Pensé por qué, por qué no les entendía, por qué mi libro había perdido todo el sentido. Sabía dónde estaba, esa calle la conocía de sobra. La tienda. Me di cuenta de que no había intentado siquiera caminar por la acera hasta llegar a la esquina siguiente y doblar por la avenida que cada vez se llenaba de más y más coches. La dependienta (la misma de siempre) salió con una bolsa de papel en su mano izquierda y me la ofreció. Me sonrió y volvió a entrar en la tienda. La abrí y saqué uno de sus bollos de dentro, lo acerqué a la boca y mastiqué. No tenía sabor. Olí el interior de la bolsa. Nada.

Me incorporé. Dejé el libro sobre el suelo, con la portada mirándome. Me coloqué la gabardina; la abroché. Me puse el gorro sobre la cabeza y coloqué el pie derecho (esta vez sí, aposta) sobre la portada. Caí en la tercera línea del segundo párrafo de la página 120. Dentro hacía frío y parecía querer llover. Ajusté el gorro y me embotoné hasta el cuello. No se veía un alma en la calle. No eran horas. Volví a recoger de la bolsa el cruasán que mordisqueé unos momentos antes y lo paladeé. Exquisito. Después de echar un último vistazo a los pasteles del escaparate me dirigí con cierta prisa hacia el cruce de la calle con la avenida, doblé la esquina y continué hasta el tercer portal. En el segundo piso me esperaba ella, como todos los días laborables a esas horas. Cuando me preguntó qué tal el trabajo y la entendí, se me escapó una mueca de quizá felicidad.

 

 

 

Luis Miguel Morales Peinado se presenta a sí mismo: «Un día recibes una llamada en el móvil cuando estás a punto de pagar la cuenta del supermercado y te comunican que has sido elegido finalista semanal de Relatos en Cadena de la SER. Otro día ese mismo teléfono móvil te dice que has sido el ganador de la X edición del Certamen de Narrativa Corta “Carmen Martín Gaite”. Creas un blog en el que cuentas todo esto y más, muchas más cosas. Más tarde publicas ese relato (y otros) con el que ganaste el premio literario (que tanta ilusión te hace) en tu primer libro de relatos. Aunque aún no te lo crees has saltado el mostrador de una caseta de la Feria del Libro de Madrid y te has colocado en el lado que siempre soñaste (y nunca creíste que ocurriría) firmando tu libro. Con otros compañeros y tu libro, disfrutas del Sant Jordi en una Parada del Paseo de Gracia. Te das cuenta de que la literatura y tú os habéis convertido en inseparables. Sigues escribiendo: poesía, relatos, microcuentos, novela… Ves que varios manuscritos esperan sobre la mesa de tu escritorio a que algún editor se fije en ellos. Y continúas escribiendo…»

 

 

 

El número 41 de Eñe. Revista para leer se llama Leed, leed, malditos. A los escritores que colaboran en él con sus relatos y poemas les planteamos un reto: que al leerlo se despierten, aún más, las ganas de leer.

Pero queremos que la revista impresa viva en la revista digital, así que ahora te proponemos a ti que Eñe continúe en tu escritura. Esperamos tus escritos no importa el género, no importa si relato o poesía sobre lectores y libros, sobre bibliotecas, sobre librerías…

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(La fotografía, de MorBCN, se publica bajo licencia Creative Commons.)