Los idiotas, por Cristina Fallarás

Siempre estoy atenta a los relatos de terror que leen los chavales. El terror nos define, sin duda. Husmeo por ahí y encuentro relatos con mucha sangre, sicópatas fríos y descuartizamientos, miembros amputados, muertos vivientes, mucho gore y ciencia ficción.

Me planto ante la biblioteca y rastreo mis miedos. Busco alguna historia que me haya erizado, de esas que no se olvidan. Sé lo que busco. Busco a Horacio Quiroga y a Rainer Maria Rilke. Son dos relatos donde hay muerte, claro. La muerte resulta imprescindible. Los encuentro. «La gallina degollada» y «La criada de la señora Blaha».

Así arrancan:

Todo el día sentados en el patio en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Manzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando al sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

(De «La gallina degollada»,
en Cuentos de amor, de locura y de muerte, Horacio Quiroga)

Aquel verano, la señora Blaha, que era esposa de un pequeño funcionario de la compañía del ferrocarril de Turnan llamado Wenceslas Blaha, fue a pasar unas semanas a su pueblo natal. Era una población pobretona y anónima, situada en la llanura pantanosa de Bohemia, en la región de Nimburg. Cuando la señora Blaha, que a pesar de todo se sentía aún muy de ciudad, volvió a ver todas esas casitas miserables, se creyó capaz de un acto de caridad. Entró en casa de una campesina a la que conocía y sabía que tenía una hija, para proponerle llevarse a la muchacha a su casa en la ciudad, y tomarla a su servicio. Le pagaría un modesto salario y, además, la muchacha tendría la ventaja de estar en la ciudad y de aprender allí muchas cosas. (La propia señora Blaha no se daba cuenta muy bien de lo que la joven debía aprender allá). La campesina habló de la propuesta con su marido, que no dejaba de fruncir las cejas y que, para empezar, se limitó a escupir por toda respuesta. Preguntó al fin:

—Dime, pues, ¿sabe acaso la señora que Anna es un poco…?

Y al decirlo, agitó su mano morena y rugosa ante su frente con una hoja de castaño.

—Imbécil —respondió la campesina—. No creerás que vamos a…

(De «La criada de la señora Blaha»,
en Primavera sagrada y otros cuentos de Bohemia, de Rainer Maria Rilke)

No lo había pensado antes, pero ambos comparten los ejes: la podredumbre de las relaciones de pareja pasado el tiempo; la crueldad de los adultos en el trato con los niños, y más concretamente de los padres con sus hijos; y la presencia de la minusvalía intelectual en los menores, algo que se llamaba deficiencia o retraso mental y ahora creo que se denomina discapacidad intelectual.
Según el diccionario de la RAE:

idiocia.
(De idiota).
1. f. Med. Trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida.

Creo que llevamos años intentando evitar la idiocia, y a los idiotas por lo tanto. Qué miedo nos da, claro, es eso. La rodeamos, la renombramos, la soslayamos.

Creo también que una buena forma de enfrentarla consiste en leer los dos relatos que acabo de nombrar.