El ministro y los judíos en un país de cursis, por Cristina Fallarás

Desayuno oyendo las noticias en la radio de la cocina. Vivimos tiempos imbéciles, tiempos de cursis. Los cursis siempre mienten, siempre rezan, siempre consiguen un suceso que les escandalice, y entonces se echan las manos a la cabeza. Es este un país de miserables y de cursis. De mentirosos, o sea.

La periodista entrevista al ministro de Interior. El tipo reza, y no lo esconde. El tipo reza y pertenece a un grupo religioso radical que cree en la superioridad del hombre frente a la mujer, en la elevación por el sufrimiento físico y en el dinero como forma de salvación.

La cosa va de lo siguiente: Resulta que un político joven, de nuevo cuño, habitualmente dedicado a las cosas de la Cultura, escribió tres frases en internet. Las frases trataban de ilustrar lo que se consideran afirmaciones aberrantes, según él ligadas al humor negro. Ya se sabe: asesinados, judíos, negros, mujeres mutiladas, algo de escatología bestia, ese tipo de bobadas. El Gobierno al que pertenece el ministro entrevistado se escandalizó, claro. Y también los miembros del partido que gobierna. Es un Gobierno de cursis, de pacatos. O sea, es un Gobierno que miente habitualmente. El escándalo suele ser solo una gran mentira en manos de los miserables, de los que rezan y de los incultos.

La Fiscalía de la Audiencia Nacional de este país ha decidido que el político nuevo pudo haber cometido delito. En eso se centra, cuando presto atención, la entrevista al ministro. La periodista le pregunta: «¿No cree que la Fiscalía sobreactúa?». La pregunta, claro, es inútil, porque un hombre perteneciente al ya citado grupo religioso extremista no tiene capacidad para comprender la realidad de la palabra «sobreactúa». Ni siquiera para decir verdad alguna al respecto. Una vez comprobado esto, la periodista insiste por otro lado: Resulta que un correligionario del ministro, con alto cargo político también, aseguró que los familiares de las víctimas del Franquismo solo se acuerdan de sus antepasados cuando huelen una subvención. Ese tipo de bobada.

Yo, que no soy la periodista ni el ministro, sino una mujer que desayuna, entiendo perfectamente la diferencia entre el político joven al que quieren juzgar y el otro, el veterano al que nadie juzgará: El primero, cuando escribe que metería a los judíos dentro del cenicero de un 600 no expresa su opinión; o sea, él no cree que eso deba ser así. El segundo, cuando dice que las víctimas solo se recuerdan por dinero, sí lo piensa, lo cree y además lo difunde, para que esa opinión cunda.

Vivimos tiempos tan imbéciles que el juez utilizará parte de su tiempo en construir algo, una andamio, que sostenga el escándalo de los cursis. Sin embargo, el corazón de la cuestión no se encuentra en la comparación entre los dos políticos, el joven y el veterano, y sus bobadas. El corazón se encuentra en la idea misma de «víctima». Los que se escandalizan, los incultos, encuentran en las víctimas de lo que sea herramientas muy útiles para echarse las manos a la cabeza, sí. Pero tampoco está ahí el corazón. El corazón de la cuestión se encuentra en que ellos, el ministro y el político veterano de las subvenciones, sencillamente no otorgan —y sobre ese otorgar se levanta la miseria de este país y este tiempo imbéciles— la condición de víctimas a algunos de los protagonistas de toda esta monumental gilipollez. Pero para explicar este punto haría falta entrar en la idea de Dictadura y su prolongación en el tiempo, algo para lo que una entrevista de la mañana, sin lugar a dudas, no da de sí.

 

(La fotografía, de la cuenta de Flickr de Enric Millo, se publica bajo licencia Creative Commons.)