«Target: Renata», un cuento de Florencia Davidzon

 

Filtro de Reclutamiento:
Etnicidad. Latina (Brasileña)
Sexo. Mujer
Edad. 20 a 35 años
Estudios. Superiores
Tipo de Vivienda Rentada.
Consumidora de. Té de Limoncillo
Marca. Indistinto.
Plaza. New York.

Mis padres me habían enseñado en casa que en la mesa no se hablaba ni de política, ni de religión, ni de fútbol. Para luego con los años agregar ni de sexo. Pero, esta regla, a las participantes convocadas en este estudio parecía no importarles. Estábamos allí todas reunidas frente a una mesa circular esperando a que llegara la organizadora; cuando una de ellas empezó a defender a capa y espada, de manera fervorosa, al ex Presidente de Brasil mientras otras implacables y de forma visceral lo destrozaban.

Yo, si bien tenía muchas razones para levantar mi voz por mi admirado Ex Presidente Lula y verdaderas ganas de argumentar en su favor, permanecí en silencio. No podía emitir sonido. Todavía seguía en shock por lo que había recibido en mi celular unos segundos antes de ingresar a ese salón.

Cuando comenzó la sesión todo se transformó en una seguidillas de preguntas en boca de la persona que llevaba adelante el evento ¿Por qué, y por qué…?. Esa insistente formulación inquisidora interrumpía de manera molesta mis pensamientos que viajaban a la velocidad de la luz muy fuera y lejos de ese salón.

¿Y por qué no? hubiera sido mi respuesta, si de verdad les hubiera podido compartir todo, todito lo que estaba pasando en ese instante por mi cabeza, a esas mujeres desconocidas y si pudiera gritar a los cuatro vientos llena de furia mi gran dolor.

Me sentí invadida por el pánico y la vergüenza. En minutos estas emociones tuvieron un efecto multiplicador ingobernable dentro de mí. No era “tan importante”, podrían tal vez juzgar algunos. Pero yo no podía con mi culpa, y con la humillación pública que se me había hecho.

¿Había realmente cometido una falta? ¿Es que tener sexo con alguien y que esto se vuelva viral era mi responsabilidad?

No me hubiese importado que lo haya visto el taxista, ni el vendedor de periódicos, ni cualquier otra persona de mi cuadra, esos desconocidos me eran totalmente indiferentes. Pero no podía tolerar la indignación de mostrarme así en esa situación “indecorosa” frente a mi familia, mis padres y mis hermanos. Ellos también lo habían visto.

La gente tiene, y vive, con muchas vergüenzas; vergüenzas muy tontas. Inclusive suele ocurrir que estas cosas bien estúpidas, son suficientes para volverlas personas reservadas, o tímidas. Como era mi caso. Yo siempre había sido una de esas idiotas acomplejadas. Pero esto era diferente, esto era algo mucho más grave, tanto que apenas podía respirar.

Cuando en la sala de espera,  mi hermano el “varón”, me mandó un mensaje con el link al video donde yo era la protagonista de un acto sexual privado, y luego comprobé que se había vuelto público en dimensiones inimaginables, casi pierdo el equilibrio. Acto seguido fue la invasión de una gran pesadez que me aplastó por completo, como si todo el mismo universo estuviera conspirando contra mí.

¿Qué había pasado? No podía comprenderlo.

La secretaría del lugar, pidió que no perdamos la paciencia, anunciándonos que estaban retrasados y que ya nos harían ingresar.  Yo no supe si reír o llorar, entonces  me senté.

Luego llegó el mensaje de mi “ex”, con el que no hablaba hace más de un año, y del que no quería saber nada de nada: “querida, una disculpa me han robado mi compu, lo siento, te mando un beso” firmaba el muy cretino, a quien le había pedido yo una y mil veces que borrara y se deshiciera de esa grabación sin lograrlo.  

Recuerdo que empecé a sudar sin parar, y así comenzó mi jornada trágica como invitada experta sobre el té de limoncillo. Yo, que jamás mojaba una camisa en los sobacos,  y nunca había tenido un bochorno -y por eso en mi vida nunca había comprado un desodorante-,  me empecé a deshidratar  poco a poco por las piernas, los brazos, las palmas de las manos, el cuello y hasta la cara.

Siempre me preocupó “el que dirán”. Por eso intenté ser prudente y actuar de manera muy calculada. Como les confesé siempre fui bastante vergonzosa. Recuerdo que de adolescente cruzaba de cuadra para no tener que pasar frente a esas miradas penetrantes sobre mis piernas, o mi trasero.  Me ocupaba de vestirme con ropa holgada para no llamar tanto la atención, pero mi altura y mis cabellos tan inflados siempre me desafiaron y me la hicieron difícil. En Brasil los hombres miran mucho. Miran a los ojos y no te sacan la mirada ni siquiera cuando tú la bajas. Por eso el anonimato de Estados Unidos siempre me había caído tan bien. Pero se había acabado y esto me agarró francamente desprevenida.

¿En qué me había equivocado? ¿Había pecado? ¿Había algo diferente en ese video a lo que hace cualquier adulto en su intimidad, en promedio 5778 veces, en su vida antes de morir?

Esa era mi privacidad, estaba junto al hombre al que había querido complacer y por eso mismo había accedido a que nos grabáramos. Volví a pensar en él con ira inmensa y con sinceras ganas de matarlo. No tenía consuelo. Tampoco vislumbraba una salida.

¿Qué podía decir? ¿Qué argumentar? ¿Cómo defenderme? Aducir que yo no era aquella mujer era totalmente inverosímil. Que no era lo que parecía verse ahí, imposible de sostener. Tal vez, el trillado recurso de los celebrityies al ser cazados pudiera resultar una salida, “me sacaron de contexto”. No, eso con seguridad le valdría madre a toda esa audiencia morbosa.

Quería desaparecer para siempre. Volverme invisible. Ocultarme en algún lugar donde nadie me viera y donde nadie pudiera encontrarme. Pero ¿cómo si el mundo entero me había visto, lo estaba viendo, y lo seguiría viendo?

Todos, millones de personas, uno por uno, habían llegado a ese sitio a través de un otro, para disfrutarlo, reírse, dado su “like”, volverlo a compartir; y para finalmente seguir con su vida rutinaria como si nada hubiera ocurrido. Mientras para mí no había vuelta atrás.

¿Quién me tomaría en serio después de esto? Mi teléfono de inmediato empezó a sonar. Con mi mano resbalosa llena de transpiración lo apagué de inmediato.

Yo siempre supe que este mundo estaba hecho de sinvergüenzas. Que hay millones de ellos por todos lados,  pero yo tenía pena, una vergüenza infinita y no podía extirpar la humillación.

Los brasileños sabemos mucho de este sentimiento. Perder en un mundial de fútbol frente a la mirada del mundo en tiempo real es tremendamente horroroso. Tener que soportar que te abofeteen el rostro de goles que parecen no acabarse nunca, es tremendo e insoportable. Y aún es tener que tolerar que esto se comente luego infinidad de veces y quede impreso para siempre en la historia colectiva como “la famosa partida del 7-1”. Pero hasta eso tiene su escape. La vergüenza que se comparte, la que es de todos duele menos, yo la estaba viviendo en primera persona.

Había decepcionado a mis padres, pensé, nunca me perdonarían. No quería permanecer en ese lugar. Pero no me moví. Allí tenía un refugio. Allí, de pronto, después del pedido de la secretaria nadie contaba con autorización para atender su teléfono o mirar sus mensajes. Teníamos una hora y media para pasarlas juntas recluidas. Estaba a salvo. Ellas no  podrían cuestionar mi dignidad, ni mi moral.  No me conocían.

Y entonces lo supe, cuando todas se despidieron al finalizar la sesión, y se despegaron su cartelito con su nombre y lo dejaban abandonado sobre la mesa… Yo leí el mío. “Perdí todo”, sentencié. Mi reputación se había esfumado en manos de un cruel y anónimo sujeto llamado “Mr. pupuso” que había dado download, o tal vez solo submit, y en ese click posterior mi nombre y mi cara eran reconocibles por siempre por todo el planeta.

¿Por qué se permite hacer público lo privado sin tener consentimiento? ¿Por qué no hay dos minutos de compasión?

Si yo hubiera crecido en el norte de Brasil, en  la amazonia, tal vez un té de ayahuasca –ese purgante nauseabundo que curaba el alma-, me hubiera salvado. Pero estaba en New York; en una sala de focus group en un piso 10, sola frente a mi té de Limoncillo que no tenía esos poderes curativos, tan sólo el beneficio de disminuir vómitos, mareos, dolor de cabeza y fiebre como bien había descrito la moderadora del evento.

La humillación pública es insoportable, finalmente lo entendí en carne propia, pensé en Lula y en todos ellos que hablaban del “cyberbulling”.

Caminé unos pasos, abrí el ventanal que daba al Central Park, y me tiré al vacío tomada de mi celular.

Fin.

Foto: © Dale Musselman (Todos los Creative Commons)