Los primeros días de Pompeya, de María Folguera

María Folguera acaba de publicar Los primeros días de Pompeya en la editorial Caballo de Troya, de la mano de Alberto Olmos. En Eñe tenemos el placer de ofreceros un fragmento de su obra.

 

Sobre la obra

María Folguera traza en Los primeros días de Pompeya una suerte de pasadizo histórico entre dos mitos: la Pompeya que sepultó el Vesubio y el Madrid que pudo sepultar EuroVegas. Si la ciudad romana sufrió un volcán, Madrid sufrió a su Presidenta.

Por el escenario de esta ucronía política transitan actores, dramaturgos y artistas callejeros; pero también consejeros y correveidiles, falsos terroristas y, sobre todo, una mujer activista, que quizá sea el Segismundo de nuestro tiempo.

Todo es teatro; todo, representación. María Folguera se lanza a hablarnos de lo íntimo y de lo público, de la mujer y de sus decisiones cruciales, de precariedad y de empeño artístico; del telón que muchas veces hay que atreverse a bajar.

 

Sobre la autora

María Folguera (Madrid, 1984). Licenciada en Dirección de Escena por la RESAD y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid, publicó su primera novela, Sin juicio (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid), en el año 2001. Desde entonces, ha escrito y dirigido para su propia compañía teatral, Ana Pasadena, las obras La guerra según Santa TeresaEl amor y el trabajo o Hilo debajo del agua (Premio Valle-Inclán). Dos de sus relatos formaron parte de las antologías de jóvenes narradores Última temporada y Bajo Treinta. Recientemente, ha publicado el ensayo Jefas en las series españolas de las últimas décadas dentro del libro Mujeres, sexo y televisión.

 

 

  LOS ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA (Fragmento)

Adriano y yo conseguimos vernos unas semanas después de nuestro encuentro con motivo de la inauguración de la exposición Pompeya: Vida de la catástrofe. Le propuse un plan que pudiera encajar fácilmente en su estrecha agenda de lacayo a tiempo completo de la Presidenta: que me invitara a comer en un restaurante coreano que estaba al lado del palacio de su jefa. Su lugar de trabajo era un edificio con puerta grande para la antigua entrada de carruajes, ahora custodiado por un guardia civil entrado en años pero que concentraba en su rostro una determinación: la de que aquella raya invisible que flanqueaba la puerta fuera un límite verdadero, y, si él no lo consentía, no lo cruzara ni un sonido siquiera. Me miraba apretando mucho los ojos, como advirtiéndome, mientras esperaba a Adriano. Conseguía que recibiera nítidamente su mensaje telepático: «Ni se te ocurra hacer un numerito de protesta, ni se te ocurra quitarte la camiseta y quedarte en tetas con un eslogan pintado sobre el plexo solar, por ejemplo la consigna Aborto Libre y Gratuito, como pasó hace dos días, o sacar un mechero y quemarte a lo bonzo, porque así quieres condenar el reparto actual de la riqueza en el mundo, como pasó el otro día en Barcelona». El guardia civil tenía pinta de sabio en materia de amenazas al orden.
Adriano salió por fin y se despidió del guardia, que comprobó con alivio cómo nos abrazábamos.
– Eres un mecenas del teatro contemporáneo -le dije.
– ¿Y eso por qué?
– Porque me vas a invitar a comer.
Era un coreano con mesas pequeñas y milimétricamente repartidas; era menester aceptar que parte de nuestra conversación la disfrutarían también los compañeros de al lado. Tomamos unos vasos de leche con piedrecitas negras en el fondo, que salían a flote al removerlas con la pajita:
– Esto se llama bubble tea- me ilustró Adri-, y me han dicho que en Estados
Unidos está todo el mundo entregado.
– ¿Sabes que mi vecina es americana?
– Pero, ¿en qué década murió?
– ¡Que no es un fantasma!, te lo juro.
Le conté a Adriano que precisamente había coincidido con ella por primera vez en la exposición de Pompeya; que nos conocimos en el pasillo de los cuerpos de escayola que se hallaban, en el momento de la detención de su forma, retorcidos, pidiendo misericordia a Júpiter o a Vulcano.
– No – me interrumpió Adriano-, misericordia no, esa es una idea muy cristiana,
los romanos no creían que un dios pudiera tener piedad de un individuo, en todo caso le pedirían ayuda, directamente.
Hay que decir que Adriano era aún más mitómano que yo, y se alimentaba tanto de lecturas y ensoñaciones como del sueldo de mil quinientos euros que le pagaba la Presidenta por escribirle los discursos y sostener el saco de boxeo cada vez que ella sentía que la acumulación de incidentes, molestias y conflictos rebasaba su nivel de posible contención. A pesar de todo, a pesar del despacho de la Presidenta y de la aceptable casa en la que vivía y de los fines de semana con sus dosis de placer y descarga de tensión, muy a menudo, Adriano imaginaba. Le hubiera gustado ser, en realidad, un joven patricio que enrolla su papiro, dando por finalizada la sesión de lectura, y mira de reojo a otro joven patricio que juega a lanzar el disco entre las adelfas plantadas del jardín, con el Vesubio de fondo. Yo, en cambio, lo digo para completar el mapa de puntos de fuga que constituíamos cada uno de nosotros, sentados en la mesa, me proyectaba sobre las acuarelas de las hermanas Brontë o simplemente sobre la imagen de una Jane Austen, Osten. Sobre la butaca, con el manuscrito en mis rodillas y a mano el costurero, preparada para resistir el envite de la próxima visita que interrumpa mi escritura.
Sin embargo, fantasiosos y adictos a la evasión, allí continuábamos Adriano y yo, espoleados por el camarero coreano para que eligiéramos por fin el menú de doce euros o el menú de quince euros, y muy avisados de que el bubble tea no entraba en ninguna de las dos opciones. Había días, especialmente los domingos por la mañana, en que conseguíamos creernos durante un rato que de verdad teníamos algo en común con aquellos habitantes de regiones históricas y estéticas tan remotas. Yo, cuando lograba teclear unas palabras en el ordenador, o mirar al techo sin más, sin levantarme inmediatamente para recoger los calcetines tirados por el suelo o para llamar por teléfono o para comprobar algo. Adriano cuando, desnudo, pero cubierto con un batín muy elegante que le costó trescientos euros, por el que sacrificó buena parte del salario de un mes, observaba el pie de un hombrecillo casi desconocido surgir de entre las sábanas, como los restos de un banquete de la noche anterior, una montañita de pieles de fruta abandonadas al borde del plato que era la cama.
Adriano se había llamado, según un documento nacional de identidad, Adrián, pero con trece años, después de hojear insistentemente un libro con ilustraciones llamado La vida cotidiana de los romanos, y de descubrir Memorias de Adriano en la biblioteca del salón de sus padres, aprovechó que le cambiaban de colegio para iniciar una nueva etapa bajo el nombre del emperador: «A partir de ahora me llamo Adriano; si me llamáis Adrián, no respondo». En el nuevo colegio fue mucho más fácil. El primer día, al pasar lista, leyeron su nombre, y él entonces aclaró en voz alta y para la clase entera que todo el mundo le llamaba Adriano. Por supuesto, sus compañeros aprovecharon este dato para sofisticar sus propuestas de tortura, ya que Adriano rimaba con ano. Unos años después había completado los trámites burocráticos necesarios y obtuvo una tarjeta de plástico nueva donde se aseguraba que su verdadero nombre ya era, por fin, Adriano. Yo lo conocí ese mismo año, y nos hicimos amigos porque celebré su nombre nada más escucharlo. En seguida nos sedujimos mutuamente con nuestros relatos trufados de estampitas filoclásicas, que dejábamos caer en forma de chiste o de comentario mordaz. Éramos un refugio mutuo para lo que los demás llamaban pajas mentales: sí, éramos un pajar el uno para el otro. Estábamos sentados en un banco de un parque, rodeados de otros universitarios, con el vaso enorme de ron con cocacola en la mano, y nos recitábamos los poemas, veloces como un látigo, de Catulo. «Mira lo que dice éste, Mira, le llama maricón, Ahora quiere contar estrellas para saber cuántos besos, Ahora quiere echar nueve polvos después de la siesta, Ahora dice que Lesbia es una grandísima hija de puta, Mira cómo insulta el tío». Catulo era tan vulgar y llorón como nosotros y eso nos llenaba de consuelo.
Las diferencias políticas entre Adriano y yo habían surgido amablemente, con humor. Empezaron por las referencias sentimentales que habíamos heredado de nuestras familias. Cada catorce de abril, yo le decía, «¡Viva la República, a por la Tercera!». Él en cambio llevaba una foto de la familia real rusa, los zares fusilados, en la cartera. Eso nos hacía gracia y nos parecía muy bien. Luego las omisiones empezaron a ser un recurso importante para los dos; había que ignorar ciertas frases, ciertas actividades que llenaban nuestra semana y que el otro no podía aprobar: jornadas de las Juventudes de su partido; manifestaciones a las que yo acudía. Lecturas de verano de él: la biografía de su ex presidente. Frases inflamadas mías en las redes sociales, comentarios desdeñosos de él a continuación, que yo censuraba. Optamos por no compartir estos asuntos, para no enfadarnos. No íbamos a perder nuestro pajar sólo porque disentíamos profundamente sobre cómo deben ser las cosas que transcurren fuera, cuando bajas los peldaños de la escalerilla y pones los pies en la tierra de nuevo.
Ahora conseguíamos pasar un rato sin indignarnos; no íbamos a discutir acerca de si, como hubiera insinuado yo, se aproximaba el fin de los escasos logros de la humanidad por culpa de su jefa y su partido. Él tampoco me iba a reprochar que yo abanderase a los de la cara pintada y la canción protesta, los que juzgaban la realidad sin antes medirse la frente con dos dedos.
-¿Qué tal fue el funeral de tu tío?
– Pues bastante durillo, la verdad. No sabes si saludar o no, si alegrarte o estar
triste; de repente parece un acto social y no un ritual de despedida.
– Nos hemos equivocado de época. Los romanos sabían cumplir con sus rituales y
despedirse como dios manda.
– Sí. Pero, lo pensé en la exposición, el caso de Pompeya es distinto. La muerte
los pilló por sorpresa, y cuando sucedió, no tenían ninguna explicación, igual que nos pasa a nosotros ahora, que no sabemos qué decir ni qué hacer cuando alguien se muere. Los romanos no sabían que existían los volcanes; pensaron que la montaña explotaba y se los llevaba por delante, sin más. Pero a la vez confiaban en sus casas, confiaban en el progreso y en la tecnología. Por eso muchos se metieron en sus casas y pensaron que sus casas les protegerían; por eso Plinio el Viejo se puso en plan científico y quiso acercarse a investigar. Eran como nosotros; no se lo tomaron como un castigo ni como una advertencia; simplemente, lo vivieron como un ataque de la suerte que no puedes controlar. Como atravesar las etapas de una enfermedad. Nos metemos en los hospitales igual que los romanos se metieron en las casas, a ver si la tormenta pasa.
– Tengo que volver y verla con calma – suspiró Adriano.
Me reí.
– No vas a tener tiempo nunca, reconócelo, no tienes tiempo para ir al teatro ni a
las exposiciones ni a nada. Estás muy ocupado.
Desprendí los dos palillos para comer, unidos por su base para garantizar al cliente que se utilizaban por primera vez.
– Es que estamos hasta arriba. Tenemos un proyecto nuevo que va a acabar
conmigo. Pero no digas nada.- Adriano se inclinó sobre nuestros recién llegados cuencos-. Acércate, no quiero que nos oigan.
Y tenía razón, las mesas eran tan cuadradas y estrechas que nuestros vecinos de
mesa, otras parejas y dúos de amigos, podrían escucharnos perfectamente si interrumpían sus charlas desganadas. Acerqué mi cara a la suya, sobre la atmósfera lechosa de los géiseres de leche de coco que nos aguardaban abajo.
-Cuéntame.
– A la Presi le han ofrecido algo muy gordo.
– ¿Un cargo político?
– No – musitó Adriano-: Un proyecto para construir aquí una ciudad casino.
– ¿Aquí, dónde?
– En Madrid. A las afueras de Madrid.
Volvió a recostarse sobre su respaldo, admirado y satisfecho, y cogió la pequeña cuchara de madera que le permitiría rebuscar en su tazón un tesoro en forma de gamba. Yo tomé aire, incómoda. Seguía tensa sobre la mesa, apuntando hacia él. Parodié su manera de susurrar:
– ¿Y a quién se le ha ocurrido esa puta mierda?
Chasqueó la lengua y cerró los ojos, dándome por imposible. Había que seguir
reteniendo el volumen de la voz.
– Pues a unos americanos que tienen mucha mucha pasta. Y – volvió a inclinarse
hacia mí- que van a crear cinco mil puestos de trabajo, y un crecimiento brutal
del turismo asiático, y un soplo de esperanza para esta ciudad. ¿Vale?
– Y ésa es la gran idea, el gran proyecto.
Yo tenía ganas de chincharlo, claro, como siempre; pero la diferencia con respecto a otras veces era que esta información sí me había puesto un poco nerviosa: una ciudad casino. Miles de chinos dándose de cabezazos contra máquinas tragaperras. Yo misma, ahí en medio, por qué no; sosteniendo mi caja de cigarrera, que colgaría de mis hombros y se apoyaría contra mi pecho, ofreciendo cambio en monedas a los visitantes hambrientos.
– Y, a vosotros, ¿qué se os ocurre, si se puede saber? ¿Cómo vais a crear miles de
puestos de trabajo? ¿Cómo vais a recuperar el turismo perdido? Explícamelo, por favor.
– Que sí, que tienes toda la razón -así zanjaba yo nuestras discusiones ancestrales-.Cuéntame quiénes son esos americanos.
Adriano, obviamente, se negó en rotundo; pero no sólo porque estuviera enfadado, sino porque ya había llegado demasiado lejos confiándome todo aquello.
– Sólo te digo- y se dirigía a mí como cargándose de paciencia y de tolerancia-,
sólo te digo que es una oportunidad muy buena para mí, y por supuesto para muchas personas de Madrid, y me parece normal que lo juzgues así, a la primera, porque oyes la palabra casino –no llegó a pronunciar la palabra, sólo la dibujó con los labios- y ya te parece que sabes de qué estamos hablando y que tiene que ser algo peligroso. Las cosas no son sólo de una manera, vale, y no se arreglan sólo con buenas intenciones y con corrección política.
– Adri, cariño -repliqué, y utilicé aquello de cariño con impaciencia, igual que
hacía con tu padre-, tú y yo no nos vamos a poner de acuerdo sobre este asunto. Da igual lo que yo piense. Haz tu trabajo, hazlo bien, como siempre. Yo ni siquiera tengo un trabajo, ya puedo arreglar el mundo desde esta mesa, que no se va a enterar nadie.
– Tú -dijo él, dulcificado-, eres una joven gestora cultural.
– Venga, hombre, menos cachondeo –interrumpí-. Me estoy refiriendo a un trabajo que llegue al salario mínimo y que tenga estabilidad, no que cada mes parezca mi último mes allí porque «como sigan así las cosas tendremos que cerrar».
– ¡Un brindis! – Adri alzó repentinamente su bubble tea-, ¡Por la resistencia!
Entendí que se refería a la mía, y entendí que había una dosis de cinismo en su proclama. Pero me pareció coherente, y brindé.
– Yo estoy seguro de que tú vas a salir adelante -me dijo muy serio-. Tienes los
pies en la tierra, aunque la cabeza se te vaya un poco. No me tienes nada preocupado.
– Gracias por tu bendición, hermano, y gracias por pagarme la comida, tú sigue así.
Para cuando llegaron nuevos cuencos, y una fuente de arroz con verduras y trozos de pescado, ya habíamos dejado atrás las ganas de ofendernos, y la mención a sus americanos inversores nos llevó a acordarnos otra vez de Hannah, la vecina de abajo. Adriano me preguntó qué hacía Hannah en Madrid, y de qué vivía. Supe contestar a la primera pregunta: Hannah era artista. Pero no sabía de qué vivía; ¿acaso vendía sus obras de arte? También podía ser una rica heredera, o una rica, así, sin más. Tenía un aire de despreocupación y una habilidad para fluir según se presentara el momento que sólo podía ser la de una rica, y sobre todo cuando además se es extranjera recién llegada. A ella le importaba muy poco qué hora del día fuera; o cuánto le iba a llevar cada tarea que acometía. Estaba entregada a su obra, inspirada por Madrid, como ella misma decía: «Me inspira esta ciudad, su olor, su color, el polvo que hay en el aire, este invierno que parece un verano congelado, es un pequeño fin del mundo». Y lo observaba desde su escondite privilegiado en la calle del Carmen, un túnel a cielo abierto que conectaba diferentes estancias del centro de Madrid; hacia abajo, Lavapiés, olor, desorden, más sucio. Hacia arriba, vamos mejorando, un poco más asequible para una perspectiva norteamericana que espera cierta pulcritud histórica europea. Malasaña se adecenta y se llena de escaparates bonitos, para las visitas. Zapatos, repostería, guantes, librerías, tiendas de vinilos. Y junto a ella Chueca, ya definitivamente operada y salvada de la miseria infecta que carcomía otros barrios. Hannah encontraba fascinante tener a su alcance, con sólo caminar unos minutos, ambientes tan contrastados, todos en el radio de lo que se puede considerar el centro de la ciudad, el downtown.
No obstante, en sus paseos arriba y abajo, piropeada por los africanos de Lavapiés, y luego estudiada de reojo, en su condición de mujer madura con estilo, por los pobladores de Chueca que sacaban a pasear a su pareja de dogos aterciopelados, no podía evitar acordarse de la exposición de Pompeya, de cómo las ciudades no cambian su manera de distribuirse. En Pompeya estaba el barrio de las putas, sí, igual que las adolescentes de Europa del Este se apoyaban con indolencia en las paredes de la calle Montera, la gemela de la calle del Carmen. El barrio de las putas pompeyano se desenroscaba junto a la zona de bares, que a su vez estaba junto al teatro. Así se habían conservado las aceras de las calles con las barras abiertas hacia la calzada, con tinajas insertadas directamente en el mostrador para ofrecer vasos a los clientes cuando salieran de ver una comedia o una pantomima. En Madrid, de igual manera, Malasaña crecía a lo largo de la espina vertebral de la Gran Vía, como grasa que amortiguase las vibraciones de su tránsito diario, y así la zona de bares y putas trepaba también adyacente a la avenida de los teatros. Es cierto, pensaba Hannah, que Nueva York era una ciudad que se podía recorrer, y caminar, y que seguramente guardaba ecuaciones parecidas. Pero también era cierto que hacía años que ella no residía allí, y en cambio sí lo había hecho en Londres, en París, en Los Ángeles; ciudades donde a su modo de entender no era fácil ubicar tan rápido la estructura de la ciudad y su reparto, puesto que las distancias eran mayores. En las dos primeras, mandaba el plano de metro, que explicaba la distribución geopolítica. En la segunda, mandaba el coche. En cambio, vivir en la calle del Carmen la había zambullido violentamente en un realismo urbano inusual para ella. Esquivar al perroflauta que tocaba The sounds of silence cada tarde, cuando salía por primera vez a la calle, y recibir su «Yanki gou jom!» como un esputo, y de allí decidir si bajar al rugoso tacto de Lavapiés, o subir al otro lado de Gran Vía y fotografiar bicis encadenadas a cajones de madera con libros y flores de Pascua.
– O sea -me interrumpió Adri-, que la tipa está viviendo su fantasía europea
particular. Y le gusta Pompeya; es de las nuestras, entonces. Podemos admitirla en el club. ¿Sabe algo de literatura?
– Algo sabe, pero no va por ahí. Ella es artista plástica y performer.
Adriano puso los ojos en blanco.
– ¿Eso qué quiere decir?
– Mira, para que te hagas una idea –expliqué-: ahora está con un nuevo proyecto,
sí, ella también lo llama proyecto, igual que tú. Todos esos paseos son para su obra de arte. Quiere utilizar esta conexión entre Pompeya y Madrid como ciudades apocalípticas, detenidas en la catástrofe.
Adriano se impacientó, herido en su ego.
– Bueno, ya está bien, qué exageración; habláis de Madrid como si esto fuera, yo
qué sé, un infierno, como se nota que no tenéis ni idea de lo que es la miseria auténtica, guapas.
Ya estábamos otra vez enredados. Yo entré al trapo:
– No me dirás que no hemos descendido un poquito de nivel, digo yo.
– Pues hija, como todo el mundo, hay una crisis global, es lógico – y de nuevo el camarero recogía platos y dejaba la carta para el postre y la ojeábamos mientras seguíamos sometiendo a juicio a la ciudad, tratándola como símbolo, inevitablemente.
– Déjame que te cuente de qué va la obra de Hannah, que te vas a reír.
– Lo dudo. Yo quiero un helado de sésamo
– Yo uno de chocolate, los compartimos. Hannah está construyendo esculturas de
escayola, iguales a las de los muertos de Pompeya. Bueno, en realidad no son de escayola, son de resina y fibra de vidrio con una pátina de escayola, si no pesarían demasiado. Pero están en las mismas posiciones, el mismo tamaño. Estamos preparando una acción muy chula, que va a transcurrir en diferentes puntos de Madrid. La gente va a flipar. Y adivina quién está posando para hacer los moldes…
Yo, en el estudio de Hannah, al salir de mi jornada en El Teatrito. Hannah hacía un molde sobre mi cuerpo, mientras yo imitaba las posiciones de los pompeyanos encontrados bajo la ceniza petrificada. Uno que está arrodillado, aferrado a su bolsa de oro. Otro que está tumbado en el suelo, irguiéndose levemente sobre los codos. También imité la postura de un perro que se retuerce, abriendo sus ancas al cielo, dejando caer sin embargo su mandíbula hacia la tierra.
– ¿Desnuda? – preguntó Adriano, asombrado.
– Sí.
Hannah, mientras tanto, correteaba muy concentrada por el estudio. Me untaba en vaselina, que amasaba sobre mi cuerpo. Después, cuando me tenía bien embadurnada, volcaba con precisión un cubo de alginato sobre mí. Rápidamente se solidificaba, ella tiraba de esta segunda piel como si yo fuera una serpiente, y ya tenía un molde de la figura. Una réplica hueca y gomosa de mi silueta. Lo que no le dije a Adriano es que me venían muy bien estas sesiones porque debía quedarme callada, con todos los orificios del cuerpo taponados con cera, salvo la nariz, que permanecía abierta al oxígeno gracias a unos tubitos insertados en sus fosas. Así, callada y cerrada, ganaba tiempo, antes de decidir qué hacer con mi proyecto, sí, el mío, acerca de la muerte de mi tío Víctor. Hannah me había pedido ayuda y yo me había comprometido, de momento no tenía escapatoria. Me sentía una astronauta atrapada en una misión tan severa como plácida, protegida por unas limitaciones imposibles de desobedecer.
– ¿Y qué va a hacer con esas figuras? – chasqueó Adriano, aplastando la cucharada
de helado contra su paladar, con la lengua.
– Las va a colocar en diferentes puntos de Madrid, una noche. Al día siguiente, todo el mundo verá que Madrid está sembrado de gente desesperada, atrapada en un momento de agonía. Caminarás unos metros, y verás una en la Gran Vía, luego de repente verás otra en Sol, y así.
– Vale, me estás diciendo – la cucharilla tintineaba en la copa de cristal del helado-, me estás comparando la situación de Pompeya en la mañana de agosto del año 79 con un día cualquiera en Madrid, año dos mil y pico.
– Es más complicado que eso -repliqué, dando por perdida su insensibilidad-. A ella le interesa poner en contraste la paradoja de dos ciudades tan muertas como vivas. Una que aparentemente está disecada, y por eso mismo parece más viva que ninguna otra, ¿no?, porque se conserva tal cual, tal cual, desde hace casi dos mil años; y otra que aparentemente está viva, pero como un zombi, sin estímulos, sin plan, sin perspectiva. De eso va el proyecto. Creo.
– Vale, sí, ya entiendo – respondió, indignado-, estáis llamando zombi a la gente que hace su vida cada día, sólo porque a vosotras os parece aburrida. Vale.
– Déjame en paz. No te enteras.
– Veo que los americanos nos tienen deslumbrados a los dos, y en los dos casos hay un motivo: dinero. Les sale por los poros, y nosotros lo podemos oler a distancia.
Me burlé:
– Dinero, precisamente…
– Pues sí, dinero, aunque no te lo enseñe a ti. Les envuelve, como una aureola. A ti
lo que te gusta es esa seguridad que tiene ella en sí misma, ese coño que tiene para hacer todas las chorradas que se le ocurran, y encima contar con nuestra atención. Y de paso reclamar también tu trabajo no remunerado, por cierto.
Hice un gesto al camarero, pidiendo que nos trajera la cuenta.
– Puede ser. Los dos estamos igual de entregados a los americanos, y
seguramente los dos estamos convencidos de que hay una buena razón, algo bello, algo virtuoso.
Adriano y yo nos poníamos de los nervios, pero siempre sabíamos recuperar la atracción del otro con referencias a nuestro querido imaginario clásico. Le mencioné aquello de lo bello y lo bueno para picarlo: sin duda se recordó a sí mismo tomando apuntes, sentado en el aula, junto a mí, nuestras cabecitas bajo la imagen invocada de un Aristóteles barbudo, que señalaba la tierra para explicar el universo.
– Tú – continué, una vez que había recuperado su mirada-, crees que lo bello y lo
virtuoso son mil chicos del extrarradio madrileño trabajando en las cocinas de tu casino. Yo creo que lo bello y lo bueno es una esculturista en un rincón de Malasaña, que diez personas observarán, de las cuales sólo dos, o menos, se darán cuenta de que tiene algo que ver con Pompeya. Es verdad, no suena muy bien, pero por lo menos es una propuesta. Tus americanos, mi americana. Por lo menos hacen algo.
El camarero trajo el platito con el papel. Lo leí.
– Treinta y seis euros. Gracias por la invitación.