Obsesión de alimaña (II): Una reflexión sobre el cuento contemporáneo, de Juan Bautista Durán

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El extendido desprestigio del cuento habría que buscarlo en un origen cultural, en vista de que, siendo hoy la novela el género dominante en todas partes, el peso del cuento es más elevado por otros pagos. Basta con echar un vistazo a las letras anglosajonas, y dentro de nuestra lengua, a la tradición del Río de la Plata. El respeto que ahí se tiene a los grandes cuentistas es enorme, al punto de que un genio como Borges no tuvo ni buscó la necesidad de asomarse a la novela. Otros sí lo hicieron, como Cortázar o Abelardo Castillo, cuyas novelas sin embargo no sobrevivirán a los cuentos. Ambos fueron auténticos maestros en el manejo de la media o corta distancia narrativa, fieles renovadores de un estilo que ojalá gane pronto una posición predominante para vaciar las librerías de vacuas palabras novelescas.

«Ojalá no sepamos nunca qué dirección tomará el cuento, que no sea posible su evolución, que nos asombre y deslumbre con nuevas propuestas cada poco tiempo», afirma Hipólito G. Navarro. Para eso la prensa debería desempeñar un papel determinante, ofreciendo más espacio a los cuentos, no sólo en verano, sino en suplementos, páginas culturales y alrededores. Y quizá esto obraría también en su favor. Ya apenas las revistas literarias ejercen esta función, lo que sin duda es una pena.

A la novela, como sugiere César Aira una y otra vez, se llega poco a poco, a través del cuento o de la pura narración. Sus novelas escapan de ambos géneros, se quedan a mitad de camino, en aquello que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones short-long, un punto intermedio que el editor, según sean sus intereses, ubica de un lado o de otro. Claro que a Aira habría que ubicarlo de cuerpo entero: no tiene otro equilibrio que el suyo propio, y de ahí que sus invenciones no sean leídas como cuentos o como novelas, sino como libros de César Aira. Con pocos autores sucede esto, es evidente, sólo en la medida en que crean desde un extremo del canon y son capaces de llegar al lector. Si de repente Aira decidiera bautizar sus cuentos con otro nombre, así como el venezolano José Balzá los llama “ejercicios narrativos”, y ese nombre cuajara, a lo mejor estaríamos hablando de un verdadero bautismo. ¿Qué si Cortázar o Borges o Unamuno o Aldecoa lo hubieran hecho?

Nuestra tradición literaria bebe a todas luces de El Quijote, y no es en balde, pero cuesta salir de esas caballerizas. Se impone el ideal de la novela, y más aún cuando el propio Cervantes llama a sus narraciones breves “novelas ejemplares”. El término determina la acción, lo cual hace, en este caso, que todo remita a El Quijote. (No estaría mal, por cierto, aprovechar las conmemoraciones cervantinas para reivindicar su obra más allá de El Quijote.) Al cuento se lo denomina también relato, alejándolo del género infantil, y aunque no es un mal remedio, resulta ambiguo. Un relato es una narración, a fin de cuentas, un término muy fáctico y de fácil transmutación. Cualquier crónica puede ser tomada por un relato, con un mínimo disimulo, y lo mismo un artículo medio creativo. En cambio, si a sus Novelas ejemplares Cervantes las hubiese llamado, por ejemplo, “ficciones” o “sargas” o aun “ordalías”, hoy día no estaríamos hablando de cuentos o relatos en referencia a esa obsesión de alimaña para lectores adultos. Quizá “ficciones”, partiendo de Borges, no sería una mala manera de rebautizar el género, sin entrar tampoco en un baile de nombres. Es sólo una sugerencia contemporánea.

Llámese como se llame, lo que tampoco ha hecho demasiado bien al género son las recurrentes compilaciones en que autores más o menos conocidos concentran toda clase de textos bajo el titulillo de “cuentos” o “relatos” (o alegres invenciones) y ya el lector se topará con la pura realidad. Lo que en resumidas cuentas se llama “refrito”, cuya pestilencia se pega a la nariz del lector durante tiempo. ¿Cómo va a asomarse luego ese lector a un libro de cuentos de un autor desconocido, si ni siquiera los reputados los arman bien? Un hecho similar precipitó de algún modo la caída del mercado musical, puesto que muchas bandas, con uno o dos temas buenos, armaban un disco con otras canciones menores. Ahora los dos temas buenos se venden desde Internet y el disco se vende solamente si es bueno en su conjunto; es decir que ofrezca variedad artística y unidad conceptual. Los mejores discos de Led Zeppelin o de Miles Davis o del primer Bunbury con el Pequeño Cabaret Ambulante… ¿acaso un libro de cuentos no debe aspirar a crear obras tan redondas? Ahí está la obsesión de la alimaña. Queda de manifiesto en autores como los aquí citados, y en tantos otros, desde veteranos como Ignacio Martínez de Pisón a los jóvenes Matías Candeira, Juan Gómez Bárcena o Sara Mesa. Y es de esperar que estos autores no se abonen de forma absoluta a la novela, insisto, que sigan cultivando el noble género del cuento.